Era la segunda década del siglo XIX y desde el tercer piso de un apartamento en Francia, Joseph Nicèphore Nièpce realizaba la primera fotografía, misma que demoro ocho horas en exposición, después… minutos, colores, aire libre, cámaras de bolsillo, desechables, instantáneas, adiós analogía, ¡hola digital! Dos siglos y hoy… bastan segundos para tenerla, borrarla y hacer una nueva que cumpla, un par de minutos en el filtro y otro más en el Emoji de la descripción, en una era plagada de “fotos” la Fotografía escasea, una gran paradoja en un panorama inimaginable para aquel el francés del tercer piso.
La palabra Arte aun en nuestros días no tiene una definición concreta, mi favorita dice, que, “Arte es lo que el Artista hace”; el Arte se siente en la carne, en los huesos y en el alma, hace que nuestra piel se erice y que nuestros ojos se nublen y lluevan, o reemplaza lo gris por un sol radiante, el arte nos cuenta historias sin siquiera tener que detenerse a que lo alcancemos, el arte no se explica, es algo que se vive, lo respiramos y se convierte en cualquier cosa dentro de uno, desde lo más bello he inocente con forma de rocío de mañana, hasta un recuerdo doloroso del que apenas nos acordábamos; lo bello y lo grotesco vive solo dentro de quien mira y al final, “Arte”, no es más, que un maravilloso espejo en el que se materializa lo que somos en realidad.
Dentro de las cualidades y virtudes de un fotógrafo la mas importante (a mi parecer) es lo que llaman “el ojo del fotógrafo” eso que ni usted ni yo tenemos aunque tomemos veintenas de fotos diarias, para que lo entienda, no le hablo de la capacidad del artista o de su excelente entrenamiento al manejar su equipo, me refiero a los espíritus y sentimientos que consigue congelar, hablo de la foto de esa abuela, con la que no necesito nada mas que mis ojos, por ellos entran los surcos de su rostro arados con los años, me llevan como raíces a las ramas canas y los olores de su cabello, en mis manos, siento las suyas a pesar de que no se ven, pero sé que de seguro son ásperas porque la señora es necia y sigue lavando a mano a pesar de tener una lavadora moderna que jura no necesitar, puedo ver lo mucho que a llorado, lo que ha reído y lo que se ha enojado por esa arruga en el entrecejo que también ya se me comienza a ver a mí, me mira con tanta ternura que su voz cala cuando mi alma la escucha decir: “Dios te cuide” “¿tienes hambre?”, “llévate suéter” “¡me van a matar de una angustia!”… “esa mujer no me gusta”.
Las historias que viven dentro de un rostro hacen al retrato una de las ramas más bellas en el arte, nos hablan de los climas, de la tierra, de la comida y de los paisajes; en los retratos podemos saber de dónde venimos he intentar adivinar a donde vamos, por ser cronistas fieles del tiempo y de los espacios. Para quienes han podido trotar por el mundo, sabrán que los lugares se conocen de verdad por la calidez o frialdad de su gente, México no es una excepción, nosotros podemos ser casi todo de lo que se dice en el mundo, menos fríos, no se como sea en otras partes pero en México, sin importar donde estés, “mi casa es tu casa” y “donde comen dos, comen tres”, si sé que vendrás solo necesito “ponerle mas agua a los frijoles” y que “para todo mal mezcal y para todo bien, también”.
Regresando un poco a la paradoja de nuestra contemporaneidad (mucha-foto/poca-fotografía) y a que, sin importar del tiempo o los medios, el arte que vive o no en una imagen, depende del invaluable buen o mal ojo del fotógrafo, el maestro Hermosillo nos presta su impecable visión para oler y sentir, las pieles de México a través de los únicos disparos que deben sonar en las calles, él y su cámara, haciendo una narración interminable de nuestro pueblo y siendo el puente que conecta las historias de cada rostro, con el mundo.
Texto por Elsa Ortiz